En las Navas, casi todas las fuerzas
hispanas se unieron en una empresa que sentían como propia. Muchos
derramaron su sangre en aquel empeño. Otros lo dieron todo, aunque no
tenían sangre que derramar; eso, al menos, dice la leyenda.
Este año se conmemora el ochocientos aniversario de la batalla de las Navas de Tolosa.
Decisiva donde las haya, tuvo lugar a comienzos del siglo XIII, y selló
el destino de la Reconquista al poner Andalucía al alcance de las
monarquías cristianas.
La batalla de las Navas de Tolosa fue el principio del fin de la presencia islámica en España. Apenas unos años después, Fernando III
conquistaría el feraz valle del Guadalquivir, reduciendo la presencia
musulmana en la península a poco más que al reino nazarí granadino. Las
distintas Coronas hispánicas, con excepción de León, prestaron su
concurso en tal alta ocasión, pues el rey Alfonso IX dudaba antes de
comprometerse en la empresa.
Tenía ciertas querellas con Castilla, por la que no sentía un especial
afecto pese a que se había casado con una princesa castellana, doña Berenguela, hija del rey de Castilla Alfonso VIII.
Desde el inicio de su reinado comenzó un conflicto que no mermaría a lo
largo de los años; el castellano ocupó algunas plazas de León que no le
correspondían y Alfonso IX solo aguardaba la posibilidad de
recuperarlas. Esta era la razón por la que estaba considerando su
participación en la campaña contra los almohades.
Si Castilla era derrotada, León también sufriría el fortalecimiento
musulmán. Aunque se había extendido por el sur hasta Extremadura,
conquistándola en su práctica totalidad, si Castilla vencía, se volvería
demasiado poderosa como para detenerla, y León quedaría encajonado.
Pero existía una posibilidad: mientras Castilla peleaba, él recuperaría
las plazas que Alfonso VIII le había quitado y que le correspondían.
Cadavéricos corceles
En esas estaba el rey leonés. Calculando si participar o no. Por lo que
sabemos, Alfonso IX no participó en esa magna cruzada que fueron las
Navas. Sin embargo, la leyenda popular matiza esta historia, pues desde
tiempo inmemorial circulan consejas por la España castellana y leonesa
que cuentan una historia estremecedora sobre algo que sucedió por
aquellos días, los del verano de 1212.
Se hallaba el rey una oscura noche en la iglesia de San Isidoro.
En el calmo cielo estival, de pronto, un gran estruendo rasgó el
silencio de la capital leonesa, como si un gran ejército estuviese
cruzando las calles de la ciudad. Resonaba un sacudir de arreos y un
entrechocar de armas, y podían oírse los cascos de los caballos contra
las piedras, y los bufidos de los animales, entrecortados, por todos
lados.
Algunos leoneses salieron de sus casas al oír el ruido.
Otros lo hicieron convocados por los sordos golpes sobre la madera de
sus puertas. Todos vieron lo mismo: un fantasmal ejército perfectamente
pertrechado, que los incitaba a tomar las armas contra el enemigo de
Cristo, un enemigo que venía aterrorizándolos desde hacía siglos. Era
aquel un ejército de caballeros cristianos muertos, caídos en la lucha
contra los musulmanes en el último medio milenio, que se habían
levantado de sus tumbas para despertar el sentido del honor y el orgullo
de aquellos leoneses que iban a abstenerse de participar en la lucha.
En la penumbra, Alfonso IX pudo escuchar con nitidez cómo la hueste se
acercaba a la iglesia. Los pasos cada vez resonaban más próximos a San
Isidoro. Unos golpes secos, rotundos, cayeron como mazazos sobre el
portón del templo. Cuando, ante la insistencia de los llegados, se
decidió a abrir la puerta, el monarca vio estupefacto a los fantasmas de Rodrigo Díaz de Vivar y de Fernán González
dirigiendo un espectral ejército a caballo, que reclamaba su
compromiso. Los seguían los viejos guerreros caídos en combate, desde
Covadonga hasta la fecha, que cabalgaban sobre cadavéricos corceles,
leales en la muerte como habían sido en vida.
Dice la leyenda que los muertos habían venido para reclamar a los
vivos. Y que los muertos marcharían a la batalla, de todos modos. Y más
en sustitución de quienes no habían de acudir en auxilio de las tropas
cristianas.
Un pastor desconocido
Resulta algo extraño, desde luego, que en los relatos de las Navas se
haya venido insistiendo en la existencia de un pastor que guio a los
numéricamente inferiores ejércitos cristianos por un desfiladero que
nadie conocía, lo que les proporcionó una innegable ventaja. Quién fuera
nadie lo sabe, pues una vez cumplida su misión el pastor se desvaneció y
no volvió a oírse palabra alguna acerca de él.
En cuanto a la batalla en sí, no es menos curioso que el arzobispo de
Toledo -y amigo personal de Alfonso VIII- Ximénez de Rada, quien fuera
testigo presencial de la batalla, explicara que el combate se desarrolló
en medio de una fenomenal polvareda en la que apenas podían
distinguirse unos de otros y que, tras la batalla, sobre el campo
quedaron muchos más cadáveres musulmanes que cristianos. Según el
testimonio de Ximénez de Rada, entre los miles de moros caídos había
muchos cuyos cuerpos se encontraban horriblemente mutilados y
despedazados, pero sin que pudiera hallarse en ellos rastro alguno de
sangre.
Autor: Fernando Paz
Referencia: http://www.intereconomia.com/noticias-gaceta/cultura/leyenda-navas-tolosa-o-los-cristianos-muertos-reclamaron-los-vivos-20120120
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